Mishima demuestra en directo que su propuesta aguanta una mirada desapasionada y distante
LUIS HIDALGO Barcelona 4 MAY 2012 - 19:23 CET
Año 2415. Nada de lo que conocimos como civilización resta en pie. Los humanos han reducido sus áreas habitadas hasta ocupar la superficie de un guisante y allí viven como gusanos. La especie tal y como se conoció es un recuerdo aún menor que un guisante, pues desapareció tras cataclismos cuyo origen bien poco importa. En ese contexto, unos alienígenas aterrizan, de hecho amerizan, en el lugar que ocupó Barcelona, ahora anegado por las aguas. Por esas casualidades que en realidad no existen se encuentran con un disco compacto en cuya portada aparece la palabra Mishima. Al cabo de poco tiempo, esos visitantes, sólo con estudiar el disco, a la sazón titulado L’amor feliç, pudieron hacerse una idea extraordinariamente precisa de cómo eran y vivían en términos emotivos los treintañeros de inicios del siglo XXI. De encontrar registros fósiles sonoros en Sevilla, Madrid, Lugo o Vic descubrirían que esos especímenes sólo eran así en Barcelona. Pero se ignora si los alienígenas hallaron esas pistas.
La asignatura pendiente que tenían Mishima en Barcelona, ciudad en la que han actuado infinidad de veces y en la que han triunfado en un número nada desdeñable de ellas, consistía en imponer no sólo su evidente condición de representantes y símbolo de una generación que encuentra en sus sentimientos un activo sobre el que preguntarse, una guía para vivir razonablemente. No, eso ya estaba demostrado entre otros en aquel extraordinariamente emotivo concierto en el Apolo de hace un par de años. Lo que restaba a la banda de David Carabén era demostrar en directo, en disco ya lo han hecho, que su propuesta aguanta una mirada desapasionada y distante. Quizás por ello escogieron el Lliure para presentar su último trabajo, L’amor feliç, al tratarse de un recinto en el que la presión y la emoción se disipan entre las butacas y donde el alcohol no puede ser utilizado para llenar los huecos que puedan dejar los músicos. No, en el Lliure, en principio un espacio que puede enervar emociones, es donde se imponen los músicos.
Y por ejemplo comparando éste concierto con el del Palau, Mishima se mostró como una banda poco menos que impecable. El sonido, la ejecución, la dinámica del concierto, la seguridad de la banda en sí misma –tocaron casi todo el último disco y el postrer tema en sonar también pertenecía a esta obra, todo un detalle de autoconfianza- y la misma sobriedad de la puesta en escena, abonaron la sensación de que el grupo no ha parado de crecer. Por supuesto que las canciones sonaron algo menos matizadas que en disco, en especial las de L’amor feliç, pero a cambio la banda imprimió un brío y contundencia que fueron algo más, bastante más que mero volumen. Era un empuje propio de creer en la propia obra y en la capacidad de defenderla.
Para explicar aún mejor el éxito cosechado en el primero de sus dos conciertos en el recinto, ha de considerarse que además Mishima ya dispone de un repertorio insumergible en el que abundan las cámaras de aire que le permiten más que flotar directamente volar. A las ya conocidas Tornaràs a tremolar, Guspira, estel o caricia, L’olor de la nit, Miquel a l’accés 14, Qui n’ha begut, La tarda esclata o Tot torna a començar, se suman ahora Els vespres verds, Ull salvatge, L’última ressaca, Els crits o La vella ferida, solo cinco ejemplos del magnífico cancionero con el que el grupo ha renovado su repertorio. No hace falta ser el rey de las pesquisas para llegar a la conclusión que Mishima barrieron. Y sí, ellas eran las que más cantaban, pero había que ver los ojos de perlón cocido con los que ellos pensaban que el grupo hablaba de su vida con ella. Y encima con solvencia musical.